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Abordando la convivencia ciudadana

Abordando la convivencia ciudadana

Alrededor de la convivencia gravitan toda una serie de bienes jurídicos que, al ser considerados desde la norma, se les otorga un especial reconocimiento y valor en la vida de las personas. Esta destacada protección de todo aquello incluido al concepto de convivencia nos alerta sobre la prioritaria intervención que reclama: son elementos necesarios para el desarrollo de las personas y de las sociedades.

Al tratar sobre convivencia lo haremos, irremediablemente, sobre todo aquello relacionado con la calidad de vida, el uso racional de los recursos y la preservación de la seguridad ciudadana. Las conductas que atentan contra estos aspectos se engloban al término “incivismo”. Quizás resulta más fácil observar las consecuencias de estas conductas, dado que irrumpen en las condiciones necesarias para nuestra calidad de vida, que no las características y beneficios de la convivencia pacífica.

La convivencia parte de una dimensión relacional, incluida a la esfera y el espacio público, en la que los individuos son varios en sus características e intereses. A partir de esta heterogeneidad, se definen las premisas necesarias para la convivencia:

  • Reconocimiento del otro como sujeto de derechos.
  • Existencia de una relación óptima con quienes compartimos espacios y recursos.
  • Dinámicas relacionales basadas en el diálogo y la palabra.
  • Compartir desde el respecto a la diversidad en todas sus dimensiones.

 

La diversidad en las maneras de ser, pensar y actuar modela las relaciones en el espacio público. Y en el transcurso de estas relaciones, de estos intercambios, pueden surgir conflictos derivados de las contradicciones e incompatibilidades entre intereses. En cualquier conflicto dos o más partes pugnan por un bien o recurso -tangible o no tangible-, mostrando la puesta en marcha de los diferentes mecanismos de poder de los que cada parte dispone. En esta lucha, una de las partes puede pretender imponerse sobre el otro dando lugar a situaciones de injusticia y desigualdad.

Una garantía para que estos conflictos sean tratados desde posiciones constructivas, que refuercen a las diversas partes lejos de buscar malograr, es el contexto de seguridad. Contar con esta seguridad por parte de todos los actores permite un trabajo conjunto, desde una mayor horizontalidad en la canalización del conflicto y dificulta la imposición de soluciones que, no solo son inútiles para afrontar el conflicto, sino que además lo acaban cronificando. Esta seguridad se da para garantizar los derechos de la ciudadanía, rompiendo el falso binomio Derechos VS Seguridad; dado que sin uno no puede existir el otro.

Podemos clasificar los ámbitos en los que se inscriben estos derechos, que a su vez son ámbitos convivenciales: relacional, residencial, laboral, formativo y salud. Cada cual de estos nos aporta indicadores sobre el nivel de convivencia. Es evidente que la inserción sociolaboral, la calidad residencial y la salud son factores determinantes de la tipología de los conflictos, así como del nivel de dificultad en su canalización. Es por eso, que la convivencia ciudadana pasa obligatoriamente por las políticas públicas y la inversión social. Las problemáticas habituales respecto a la convivencia en pueblos y ciudades -la suciedad, las peleas, el ruido o el vandalismo- son solo la punta del iceberg. Un diagnóstico riguroso de estas problemáticas es lo que permite tratar las causas no tan visibles.

Las políticas públicas, por lo tanto, son las que vertebran la convivencia ciudadana. Será el modelo de ciudad y/o de barrio el que acabará definiendo esta convivencia. Un buen ejemplo lo ofrecen las políticas que han priorizado el desarrollo de la ciudad antes que el desarrollo de la ciudadanía. Estas políticas han facilitado un urbanismo deshumanizador, en el que los espacios de relación se han convertido en espacios de paso: en no-lugares, dado que se pierde el espacio social de convivencia. El espacio público pasa de ser un lugar de encuentro, de intercambio y de negociación, para convertirse en un lugar a disputar desde los intereses de cada uno de los actores, en ocasiones contradictorios entre ellos. Se dificulta la relación social y se desposee a la ciudadanía de uno de los instrumentos para la canalización de los conflictos. Por eso, hay que tener presente que las ciudades las forman las personas, no los edificios, ni las instituciones, ni los servicios que se prestan.

De este modo, los conflictos pueden surgir como consecuencia de estas políticas públicas. La carencia de recursos sociales básicos o la dificultad para garantizar el derecho a la vivienda digna y adecuada, entre otros aspectos, derivan en conflictos sistémicos. Obviar las políticas de participación, dinamización y desarrollo comunitario repercute en conflictos operativos. Y desatender las necesidades de arquetipos concretos, que pueden ver alterados sus derechos, deriva en conflictos simbólicos.

Figura 1. Conflictos por tipología.

¿Cómo podemos trazar el origen de estos conflictos? ¿De qué manera nos aseguramos que abordando estos ámbitos reduciremos las molestias que ocasiona el incivismo? ¿De qué manera tenemos que actuar en cada uno de estos ámbitos? La dificultad puede variar dependiendo de si los conflictos son patentes -visibles- o bien latentes; necesitando estos últimos de una respuesta proactiva y preventiva.

Para dar respuesta a estos interrogantes tenemos que basarnos en la evidencia y el rigor. Se hace necesario medir y comprender, respondiendo estas dos acciones a la combinación de dos paradigmas en la creación de conocimiento.

El primero de estos destaca por su fiabilidad y validez externa, mostrando interés por aquello objetivo desde una perspectiva cientificista. Medir posibilita generalizar con mínimos márgenes de error, permite replicar, aproximarnos a una mirada macro y recoger rigurosamente los cambios que las políticas y programas generan. Pero de poco sirve la fiabilidad si no podemos llegar a comprender las realidades que estudiamos. Una mirada más micro, interesada en las vivencias y las subjetividades de las personas, aporta validez interna a los resultados. Las personas no viven su cotidianidad desde los números, sino desde sus interpretaciones y sentimientos: si no te encuentras bien, de poco te servirá que el termómetro indique que no tienes fiebre. Respuestas a los conflictos que no consideran esta mirada humanista, difícilmente conseguirán cambios.

Figura 2. Metodología mixta en el estudio de problemas sociales.

En el diseño de planes y programas, esta combinación de perspectivas se materializa en la obtención de datos estadísticos (estudios, encuestas…) por una parte, y de datos cualitativos por el otro (entrevistas, grupos de discusión, notas de observación…). La combinación de estas técnicas y herramientas es uno de los elementos de rigor indispensables para, posteriormente, llevar a cabo un análisis que derive en propuestas de acciones concretas y adecuadas. La responsabilidad social y ética así lo exigen, en cuanto que otro tipo de procedimiento obviaría variables que, aunque solo son palabras en un informe, afectan directamente en la vida de las personas. Las acciones concretas que parten de este procedimiento garantizan el abordaje de las problemáticas sociales según los objetivos que se persiguen, adecuando de este modo los recursos disponibles y minimizando su mal uso. Se posibilita así una jerarquización de las acciones según el nivel de prioridad, la detección de espacios de intervención críticos no considerados previamente y el seguimiento de resultados obtenidos con cada una de las acciones realizadas.

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